OPINIÓN Y ACTUALIDAD. UNA HIPÓTESIS PSICOLÓGICA SOBRE LOS CORRELATOS NEUROCOGNITIVOS DE LA VIOLENCIA SISTEMÁTICA DEL TERRORISMO
Andrés Montero Gómez
Sociedad Española de Psicología de la Violencia.
Introducción
En enero de 1948, Bertrand Russell, pensador inglés y uno de los más reputados filósofos de la primera mitad del siglo XX, afirmaba en un artículo (Poundstone, 1995) publicado en la revista New Commonwealth que la mejor opción que quedaba a los Estados Unidos en aquellos titubeantes comienzos de la tensión entre bloques era desencadenar lo que se conoció entonces como guerra preventiva, un ataque nuclear, intenso y devastador por sorpresa contra la Unión Soviética que asegurara una victoria total y definitiva. Cuenta Russell en su autobiografía (Russell, 1971) que un poco más de cuarenta años antes, a raíz de una experiencia mística, se había convertido en pacifista y rehuía y argumentaba contra toda clase de agresión y violencia. Incluso, durante la primera Guerra Mundial, el matemático y filósofo había perdido su prestigiosa plaza docente en Cambridge y había apreciado la frialdad de la hospitalidad penitenciaria por un período de seis meses a causa de sus ideales antiviolencia. En la madurez de su vida, en cambio, tras observar el genocidio atómico sobre Hiroshima y Nagasaki, se mostraba acérrimo partidario de la desintegración fulminante de otra nación, la Unión Soviética, antes de que la carrera armamentística del bloque comunista situara en peligro potencial al paraíso occidental, a los buenos, a los aliados.
El caso de Russell no es, por supuesto, único. Tras cada enfrentamiento bélico, tras cada inexorable maquinaria de guerra, se esconde agitado el trabajo intelectual de mentes que piensan sobre alternativas y recursos, sobre el progreso basado en unas ideas propias y amenazado por la osadía de planteamientos igualmente elaborados por la razón, pero ajenos. Se conforman de esta manera una suerte de bandos intelectuales, nucleando el conflicto con sus palabras y escritos, que inciden de modo significativo en quienes finalmente empuñarán las armas y esquilmarán las vidas de aquellos señalados como enemigos. La idea, el pensamiento, se tornan de pronto portadores de odios y desatinos, de ambiciones y sufrimientos. El trasfondo de un homicidio pasional, la muerte de una esposa a manos del delirio de un marido, o de un crimen instrumental, el asesinato de un narcotraficante por la traición de unos asociados, se procura sustentar en edificios poco complejos de justificaciones, en los celos, la indiferencia o la rentabilidad delictiva. Por contra, la eliminación sistemática de ciudadanos civiles o la guerra organizada entre ejércitos identificados se rodean de idearios, convenientemente traducidos en realidades paralelas interiorizadas mentalmente, que beben a menudo de reflexiones modeladas en la fragua de la racionalidad más intelectual. La figura del pensador se yergue entonces como un oráculo de donde manan las verdaderas esencias de la justicia. El contenido de los argumentos no importa, ya puedan ser las apologías míticas de un Federico Krutwig para sustentar los atentados de una ETA incipiente o la radicalización religiosa de la ley hebraica para condenar a Isaac Rabin. La palabra como excusa, la doctrina vestida de dogma ha sido en demasiadas ocasiones el detonante racional para la barbarie. Al margen de reacciones defensivas o instintivas de alto contenido biológico, el resto de comportamientos humanos está mediado por el pensamiento, la razón que se manipula en la mente con instrumentos tintados de creencia.